Duele.
Es lo único que se puede decir,
aun sabiendo que esa palabra no expresa lo suficiente.
Hasta ahora no te planteabas que
las cosas pudieran cambiar de manera tan drástica. Era un “ni contigo ni sin
ti”. Sabías que, aunque las cosas eran más difíciles, aún podías contar con lo
que siempre habías contado. Nunca pensaste lo que podía suceder; es más, en tu cabeza
eso era imposible.
No. Mentira. En realidad, tú
sabías que pasaría. Lo sabías. Siempre pasa. Pero, por algún motivo, tu puto
subconsciente te engaña. Te dice que no va a pasar. Te dice que todo será
perfecto. Te dice lo que quieres que te diga.
Por una serie de circunstancias,
las cosas cambian. Y duele. Duele pararte a pensar en lo que pasará a partir de
ahora sin contar con lo que siempre habías contado. Duele pensar en las
palabras con las que expresarlo. Sin embargo, aquí estás. Buscas las palabras
perfectas que sirvan para expresarte y desahogarte. Sientes que este papel es
tu paño de lágrimas. Pero no lo es. Escribes… te paras a pensar… escribes…
piensas… Y seguirás pensando mucho tiempo.
Intentas buscar la explicación.
Un error. Un despiste. Lo peor; eso es lo peor que puedes hacer. Lo sabes y aún
así lo haces.
También sabías que eso ocurriría
y, aún así, engañada por tu subconsciente, no hiciste nada por remediarlo.
La vida cambia. Tú, aunque no lo
quieras, cambias. Ni siquiera te sale una puta lágrima. Duele y ni siquiera
eres capaz de llorar. Quizás hace un mes habría dolido más; más de lo que duele
ahora. Cambias.
Te enfadas. Te enfadas contigo
misma por no remediarlo. Te enfadas porque no puedes llorar. Te enfadas por
saber que esto era irremediable.
Odias haber escrito lo que
sientes sabiendo que probablemente a los cinco minutos volverás a darle
vueltas. Aún así escribes.
Duele y sabes que es inevitable
que duela. Lo sabes porque algunos cambios conllevan ese dolor. Lo sabes porque
así es la vida. Porque la vida, aunque cambia,
sigue siendo la misma puta de siempre.